.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Semillas de Olmo

La primera vez que entraste, yo no me di cuenta, pero me dejaste una semilla dentro, una especie de huevo que no empezó a palpitar hasta unos días después.
Entonces sólo quería volver a verte, porque esa criatura que estaba naciendo necesitaba una fuerza de calor constante para sobrevivir,  ya que tenía la piel tan fina que en cualquier momento podía romperse y extender su clara por todo mi cuerpo, volviéndome confusa e incoherente.

Pero cuando te volví a ver me enseñaste tu corazón, completamente acorazado para mí. Entonces el pequeño huevo que estaba creciendo se secó, llevándose con él todo el agua que lo rodeaba, tirándome de las entrañas hacia su centro.

Así que te convertiste en una droga, cada vez que me llamabas la semilla se humedecía, pero cuando te marchabas, volvía a secarse; dejándome vacía, consumida por la sed.
Pero yo no podía parar, porque me había enganchado al agua verdosa que te salía hirviendo por los ojos, a tu falta de pudor, a tu tacto y a tu transparencia animal.

Cuando me cambiaste, sin más, por otra chica a la que sí quisiste incubar, un metal frío me recorrió de arriba a abajo, gritando con un alarido tan agudo que en varios días no pude escuchar ni sentir nada más.
Te fuiste, cargado de mi deseo, con una euforia ególatra que era para mí una lluvia de agujas.

Después de un tiempo, cuando me acostumbré a los pinchazos hasta casi no sentirlos, me di cuenta de que tu semilla aún estaba allí, pequeña y arrugada, pero agarrada a las paredes de mi carne como una sanguijuela.
Y supe que no quería abortarte, quería seguir llevando conmigo ese amor muerto, ese esqueleto de un afecto que no quisiste mostrarme.

Y es por eso que lo alimento cada día con mi sangre, ya que tú no quisiste darme tu leche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario